No deja de ser contradictorio que a medida que el medio cinematográfico va abandonando la condición orgánica del celuloide – física, corporal, material-, se agrande el grueso de cierto cine preocupado por el cuerpo, su posición, su presencia y sus derivas, como si a través de esa búsqueda de lo táctil se tratara de recuperar una piel en fuga. El cine de Bertrand Bonello (Niza, 1968), casi todo filmado en 35 milímetros, no es tampoco ajeno a estas obsesiones narrativas y estéticas por lo que cuando se descubren sus películas no ha de sorprender encontrar en pantalla una sucesión de cuerpos confrontándose al tiempo y al espacio. También confrontándose a sí mismos.

A diferencia de otros contemporáneos como Claire Denis, quien escenifica la necesidad de tocar al otro como un acto indómito, en Bonello la epidermis de sus personajes ejerce de superficie y al mismo tiempo de frontera, actúa como agente plástico desde el que conjugar los fantasmas del pasado y los miedos del presente. Su aproximación a los cuerpos es siempre bajo un escrutinio que atraviesa la desnudez de la carne y de los sentimientos, una mirada que enclaustra a sus personajes en un momento, como el post sesentayochismo que corporeiza Jean-Pierre Léaud en Le pornographe o Yves Saint Laurent en Saint Laurent, o en un lugar, como el ataúd en el que queda atrapado Bertrand (Matthieu Amalric) en De la guerre, el burdel finisecular de L’Apollonide. Casa de tolerancia, la habitación donde Asia Argento fotografía a su doble en Cindy: The Doll Is Mine o el sótano en el que Tiresia se encuentra recluido tras haber sido secuestrado. Presos en esas coordenadas, sobre ellos también cae el peso el deseo como una cuchilla que marca sus figuras de manera irreversible, ya sea en la pasión animalizada de Marguerite de Quelque chose d’organique, en esa sonrisa quebrada que luce como una maldición Madeleine, la femme qui rit en L’Apollonide o en el cuerpo dual de Tiresia, amputado violentamente para completar su metamorfosis sexual y acercarse a lo metafísico.

De un modo u otro, gran parte de los personajes de Bonello acabarán expuestos en un momento del filme a un ultraje físico (también emocional), como si mediante esos accidentes agresivos despertaran del proceso de crisis en el que se encuentran retenidos. Pero esa fisicidad en el cine del francés no solo se expresa, por fortuna, a través de las sacudidas y las escisiones: compositor y melómano empedernido, el cineasta articula todos esos cuerpos en colisión y en transición como si fueran sinfonías en movimiento. En sus películas la música, heterodoxas bandas sonoras – por citar algunos artistas, en ellas encontramos al compositor Bernard Herman, Beethoven, Bob Dylan, Lee Moses, Blonde Redhead, Moody Blues o la banda Rita Mitsuoko-, no solo acompaña a la melodía de sus relatos, sino que toma presencia hasta materializarse como un protagonista más, casi autónomo.

Cuerpos, deseo, fisuras y música, elementos materiales para un cine que se sitúa en espacios de transformación, intersticios vitales, y que, en una opinión personal para quien me lo permita, queda sintetizado maravillosamente en la secuencia de apertura de Tiresia, en esa masa magmática que cobra vida: al observarla asistimos al nacimiento de una amalgama de formas, de una imagen -violenta, urgente, aunque de una belleza misteriosa- y de todas las posibilidades que contiene.

Paula Arantzazu Ruiz

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