La imagen más controvertida de la griega Boy Eating the Bird’s Food (Ektoras Lygizos, 2012), que por motivos obvios no desvelaremos, pero que se identifica de inmediato al ver la película, entronca directamente con la secuencia más polémica de A Serbian Film (Srdjan Spajosevic, 2010), aquella por la que se imputó al director del Festival de Sitges por un delito de exhibición de pornografía infantil en un disparate judicial felizmente resuelto. Ambas son alegorías hiperbólicas que intentan representar el imaginario que dos realidades sociopolíticas concretas han construido en sendas cinematografías del sureste de Europa. La violación de un recién nacido en A Serbian Film alude al modo en que la Guerra de los Balcanes, caracterizada entre otras atrocidades por la sistemática violación de mujeres y menores por parte de los militares en combate, hizo enfermar el imaginario sexual de un país que se fraccionaba en pedazos. El llamado cine extremo balcánico, representado por películas como la citada opera prima de Spajosevic, The Life and Death of a Porno Gang (Mladen Djordjevic, 2009) o Klip (Maja Milos, 2012), no hace más que plasmar en insoportables imágenes aquello que vivieron en primera persona una serie de directores que eran niños cuando se celebraban ejecuciones masivas en las plazas de sus pueblos.
La citada Klip, tal vez la más lúcida de las perversiones balcánicas, nos muestra como el rol de la mujer-víctima-sumisa-masoquista ha quedado enquistado en la sociedad serbia. En el D’A podremos ver Children of Sarajevo, de Aida Begic, que pese a alejarse de los excesos del citado cine extremo para aproximarse a un modo de representación más dardenniano, reproduce muy bien en qué lugar han quedado las mujeres tras el conflicto. Rahima y Nedim, dos hermanos que perdieron a sus padres durante la guerra, conviven en un equilibrio en el que la primera ejerce de madre y sirvienta de su hermano menor. Begic agarra su cámara a la nuca de la protagonista, en ese plano elephantiaco con el que el cine contemporáneo nos representa a esos seres a los que nunca hemos querido mirar de frente. No quisimos ver el rostro de las víctimas de Columbine, ni el de las víctimas de la antigua Yugoslavia, ni tampoco ahora queremos ver el de los mártires del crack del capitalismo.
Por eso Ektoras Lygizos también se agarra a la espalda del joven cantante de ópera que sobrevive a duras penas en Boy Eating the Birds Food. Un peso más, el de nuestra indiferencia, que debe soportar alguien cuyo talento no es fácilmente comercializable en una sistema neoliberal. Si en Tokyo Sonata (Kyoshi Kurosawa, 2008), aquella joya que nos descubrió el Off Cinemart hace dos años y medio, la familia protagonista encontraba la redención a su condena económica recuperando parte del orgullo perdido gracias a la interpretación al piano del Claro de Luna de Debussy por parte de uno de los hijos, aquí los dotes de contra-tenor del protagonista solo valdrán para certificar el ninguneo al arte y la cultura por parte del Occidente post-Lehman Brothers.
Regresando entonces a esa controvertida escena de Boy Eating the Birds Food, la imagen vendría a ser al colapso del capitalismo lo que la violación del bebé en A Serbian Film representaba en relación a los abusos sexuales y la destrucción de los derechos de la infancia durante la Guerra de los Balcanes. Pues en una economía de libre mercado, en la que el dinero ha dejado de ser moneda de cambio para ser monopolio de vida, el ser humano que no es capaz de ofrecerle al sistema neoliberal un rendimiento económico o laboral cuantificable (y el canto operístico evidentemente no lo es), se ve condenado a la inanición y, por consiguiente, a la autosatisfacción de sus necesidades vitales.
El cine griego que ha retransmitido en directo el espíritu de su sociedad en crisis, y cuyo mayor representante sería Giorgos Lanthimos (director de Canino y Alps), parece entender desde hace tiempo que la única salida posible para Europa es el cambio radical y estructural de las reglas del juego. Las perversiones surrealistas de Lanthimos, o de Athina Rachel Tsangari en Attenberg (2010), nos sugieren que el atentado contra las bases más sólidas de la razón es el único modelo de representación posible de la crisis socioeconómica que ya sufría entonces su país, y padece ahora todo el sur de Europa.
Precisamente Athina Rachel Tsangari fusiona en The Capsule, los dos imaginarios enfermos citados en esta reflexión. Pues en esa mansión de los extraños placeres que se representa en esta breve pieza museística, está presente el imaginario de Sade (la instructora, las discípulas, la educación sadomasoquista), pero también ese surrealismo tan característicamente griego. Erotismo y sinrazón convierten The Capsule en un producto profundamente violento, como un anuncio de Gucci dibujado por Dalí o la versión de Justine o los infortunios de la virtud imaginada por Buñuel. Lo más curioso del asunto es que la pieza, de apenas 35 minutos de duración, ha sido un encargo del coleccionista de arte Dakis Jaonnau para la DesteFashinCollection. Es así como Tsangari ha logrado reconvertir su obra en producto para el mercado del arte, abandonando la marginalidad para encontrar acomodo en ese orden establecido contra el que su película atenta sin piedad.
Gerard A. Cassadó
Membre de l’Associació Catalana de Crítics i Escriptors Cinematogràfics (ACCEC)