Manu Yáñez Murillo
Manu Yáñez Murillo
Para los nostálgicos, un presente en convulsa transformación puede convertirse en una verdadera pesadilla. Para los jóvenes (de espíritu), es una puerta abierta a la creación. La sección Talents del D’A celebra esta posibilidad con una amplia muestra de figuras emergentes del Planeta Cine. Autores que, a pesar de que todavía están formando su personalidad artística, se impulsan hacia el futuro con determinación, reconociendo con orgullo sus herencias y adscribiéndose a los movimientos más despiertos del cine mundial.
En un escenario marcado por la diversidad, el modelo imperante entre estos “Talentos” responde a coordenadas realistas. Podría tratarse de una demostración de pragmatismo —la opción low cost—, pero la solidez y coherencia de las propuestas estéticas hacen pensar en una elección consciente. Es el caso de dos títulos notables que adoptan un realismo crudo (nada tímido) que desemboca en un cine social ajeno al maniqueísmo. A la rumana Loverboy, segundo largometraje de Catalin Mitulescu (Cómo celebré el fin del mundo), una historia de comercio humano y amour fou sirve para delinear la difusa frontera entre la influencia social y la responsabilidad personal; mientras la italo-rumana Sette opere di misericordia, primer largo de ficción de los hermanos Gianluca y Massimiliano De Serio, se agarra en silencio al proyecto humanista de los hermanos Dardenne para explicar en siete episodios —las “siete obras de misericordia” del cristianismo— la odisea moral de una inmigrante moldava abocada a la lucha por la subsistencia, la tentación del crimen y la redención.
Siguiendo en clave realista, encontramos filmes que abordan el intimismo desde perspectivas diversas. La británica Weekend, de Andrew Haigh, una de las sensaciones indies de la temporada, apuesta por un intimismo sobrio a la hora de retratar el Breve encuentro entre dos homosexuales que se enamoran Antes del atardecer. Todo un tour de force de palabras (dichas y no dichas) y cuerpos que bascula entre la pieza de cámara y el manifiesto por la libertad. Por otro lado, la francesa Donoma, de Djinn Carrénard, un hito del microbudget (150 euros), juega al intimismo expansivo para extender una capa de teatralidad sobre un ambicioso drama urbano y coral: radiografía de una juventud perdida entre dilemas religiosos, conflictos sentimentales, confusiones raciales y otras tensiones sociales. Si Weekend funciona como una llovizna que limpia el aire, Donoma es una tormenta que agita todas las aguas. Y después hay la delicada Iceberg, tercer film de Gabriel Velázquez (Sur Express), que en su aproximación a la vida de cuatro chicos que transitan por el umbral de la edad adulta demuestra un generoso respeto por el potencial enigmático del cine, así como un elogiable pudor hacia los dramas de los protagonistas. Calidades que comparte la austríaca Breathing, ópera prima de Karl Markovics, premiada en la Quincena de Realizadores de Cannes, que acompaña al joven Roman (Thomas Schubert) en el camino de la alienación —enmarcada por una conflictiva orfandad— a la esperanza.
Por otro lado, el formalismo también tiene sus adeptos entre los “Talentos”. La inspirada Los viejos, del boliviano Martín Boulocq, medita sobre las heridas todavía abiertas que la dictadura de Luis García Meza (y otros militares anteriores) dejó en el pueblo boliviano: una obra conceptual y melancòlica que conformaría un magnífico programa doble con Los condenados, de Isaki Lacuesta. El juego conceptual y metanarrativo propulsa la coreana Romance Joe, un romántico, irónico, agridulce y alcoholizado juego de espejos dirigido por Lee Kwang-kuk, ayudante de dirección de Hong Sang-soo. Y por último, la griega L, de Babis Makridis, sigue la huella de films como Attenberg o Canino para poner en evidencia, de la mano de un distanciamiento beckettiano, lo absurdo de las interacciones sociales.
Finalmente, es preciso no olvidar las posibilidades del cine de género. Encontramos una interesante aproximación al cine negro rural en Bullhead, del belga Michaël R. Roskan, una curiosa mezcla del ímpetu de Guy Ritchie y el primitivismo de Bruno Dumont: un cóctel pintoresco que sirve para ilustrar el vía crucis de un pobre mártir ultrahormonado. Todavía más salvaje (más allá del exceso) es Snowtown, de Justin Kurzel, un drama negrísimo ambientado en una Australia marginal que convierte la América profunda white trash en un jardín celestial. Y para acabar, hay que destacar El estudiante, primer largometraje del argentino Santiago Mitre, una obra sorprendentemente madura que retrata, en clave de thriller “hablado”, la inmersión de un ambicioso joven en las turbulentas aguas del tacticismo político. Con un guion vigoroso y voraz, y una dirección perfectamente funcional, el film cautiva al espectador con la erótica del poder, al mismo tiempo que demuestra que hay vida más allá del cinismo.
Los jóvenes talentos del D’A hablan lenguas diferentes, practican estilos diversos e incluso pueden concebir el cine desde perspectivas opuestas, pero su empuje presenta un rasgo común: una fe casi ingenua en las posibilidades del cine, toda una garantía de futuro.