Eulàlia Iglesias

Hay que aproximarse a la obra de Claire Denis (París, 1948), directora clave del cine contemporáneo que aun así apenas ha conseguido hacerse un hueco en las carteleras de nuestro país, sin querer revelar todo su misterio. Desde su debut en el largometraje con Chocolat (1998), Denis ha construido una filmografía marcada por la sensación de extrañeza. A pesar de haber nacido en Francia, la protagonista de la retrospectiva del Festival de Cinema d’Autor de este año creció en el África negra. Quizá esta circunstancia vital hace que los personajes de sus películas compartan, por encima de cualquier otra característica, el sentimiento de no acabar de pertenecer al lugar donde viven. Este poso de no pertenencia empapa sus filmes postcoloniales, desde Chocolat, donde la mujer blanca reprime su deseo por el criado negro sabiendo que pertenecen a mundos incompatibles, hasta Una mujer en África (2009), el único título estrenado comercialmente en nuestro país, donde Isabelle Huppert lucha por mantener su plantación en un país en caos donde la civilización blanca ya es material caducado. Pero Europa tampoco aparece como un territorio más acogedor. En títulos como Se’n fout la mort (1990) o J’ai pas sommeil (1994), Denis retrata una Francia donde los habitantes de origen extranjero se convierten en ciudadanos invisibles obligados a moverse por los circuitos marginales o subterráneos.

Estos personajes viven su alteridad con el mismo distanciamiento con que la directora los retrata. Denis suele optar por una narrativa indirecta, fragmentada e incluso elusiva. En sus películas, los cuerpos son más elocuentes que las palabras, y los personajes se explican sobre todo a mediante las miradas, los movimientos y los gestos. De aquí la importancia que tienen la música y los bailes como moduladores de los sentimientos no articulados en diálogos, como también sucede en la obra de Jim Jarmusch o Wim Wenders, realizadores para quien fue ayudante de dirección. Desde Nénette et Boni (1996), Denis trabaja en estrechada colaboración con los británicos Tindersticks. Las melodías lluviosas y nocturnas de la banda casan a la perfección con el tono de su cine, pero también con las estructuras de sus filmes, más cercanos al jazz que a la narrativa convencional. Además, temas de Beach Boys, The Commodores, o incluso de los italianos Corona, iluminan los escasos momentos en que, como un paréntesis en sus vidas herméticas, los personajes se sueltan o se abandonan a la felicidad.

Las películas de Denis son, en definitiva, tremendamente físicas hasta el punto que a veces parece que puedas acariciar la piel de los personajes, sentir el temblor de su carne. Títulos como Beau Travail (1999) o L’intrus (2004) gravitan alrededor de los cuerpos de sus protagonistas masculinos. A pesar de la sofocadora carga homoeròtica del primero, donde un sargento de la Legión Extranjera queda profundamente trastornado por la llegada de un nuevo recluta, Denis se aleja de la tradicional mirada masculina sobre el objeto del deseo. Su cámara se muestra más interesada en observar los rituales y reacciones de un universo cerrado y hegemónico. La corporeidad que cobran ciertas emociones en su cine se radicaliza todavía más en L’intrus, donde el sentimiento de extranjería late en el protagonista con el corazón de otro, y, sobre todo, en la perturbadora Trouble Every Day (2001), donde el deseo carnal desemboca, en toda su literalidad, en un hambre devorador. No hay que revelar el misterio del cine de Claire Denis, basta con dejarse llevar con todos los sentidos sin temor a sentirse un extraño.