Hay películas que, casi desde su título, premisa o imágenes, desprenden una inexplicable sensación de trascendencia que va más allá de filias y fobias, un estatus de culto inmediato: una mística. El cine ruso llega a nuestras pantallas a cuentagotas, y desde que la URSS ya no es URSS, e incluso antes, el mainstream del país más extenso del mundo parece casi inexistente. Aun así, cada cierto tiempo nos llegan piezas que son a la vez sondas de una cinematografía mayúscula y recordatorios de un pasado totémico, pionero y vanguardista. Son obras como El arca rusa (Aleksandr Sokúrov, 2002) o Qué difícil se ser un Dios (Aleksey German, 2013); son directores como Kossakovsky o Zvyagintsev, que desde una unánime solemnidad que impregna forma y tono —incluso en las puntuales tentativas cómicas—, ofrecen al público experiencias únicas, tan exigentes como reveladoras. Esta mística, en definitiva, tiene un componente de inherente inaccesibilidad, la estrella de quien demanda mucho pero otorga más. Y esto es exactamente lo que hace el proyecto DAU.

DAU es un proyecto engendrado hace 15 años por Ilya Khrzhanovskiy y Sergei Adonyev, el uno cineasta, el otro empresario filántropo, que empezó como una biografía del científico Lev Landau y que se convirtió, posteriormente, en una exhaustiva radiografía de las dinámicas sociales en una institución de la Rusia soviética. Concretamente, en un departamento gubernamental secreto dedicado a la investigación científica, posible activo relevante en la agotadora y brutal carrera de superpotencias mundiales que rigió el siglo pasado. Este proyecto, el cinematográfico, tiene unas cifras difíciles de superar por cualquier superproducción o serie: casi 400 000 castings, 40 000 trajes, un set de 12 000 metros cuadrados —el más extenso de la historia de Europa—, 400 personajes, 10 000 extras, 40 meses de rodaje y 700 horas de metraje en 35 mm. Todo ello por una serie de largometrajes (y también novelas) que exploran treinta años de historia —la trama va del 1938 al 1968— de esta entidad, en el limbo entre realidad y ficción, a través de las personalidades y circunstancias que habrían podido formar parte de aquel ecosistema.

De hecho, DAU es más que una obra audiovisual. A medida que se desarrollaba se planteó, también, como un experimento social en el que, durante más de dos años, un grupo de entre 200 y 300 personas viviría y trabajaría en el set de acuerdo con la época en la que tiene lugar la trama y las especificidades del contexto: científicos y artistas de diferentes disciplinas, cocineros, camareros, familiares, religiosos… todos ellos trabajarían como tales, leerían diarios de la época, usarían el rublo y comerían, vestirían y hablarían como lo hacía la gente en la Unión Soviética a mediados de siglo veinte. Con todo, entre las paredes de la mastodóntica escenografía tuvo lugar una recreación histórica parcialmente filmada y no exenta de polémicas. Una reproducción tan obsesiva y visceral de las interioridades de un régimen dictatorial puede llevar fácilmente a dinámicas peligrosamente similares a las que quiere cuestionar, y esto es lo que denunció la crítica rusa Tatiana Shorokhova en la presentación de DAU. Natasha en Berlín, donde el film fue galardonado. Los abusos de poder en una realidad paralela deliberadamente opresiva; la presión de un celuloide que se pretende creación única e irrepetible; la importancia de las individualidades en una empresa tan superpoblada… El debate ético está servido, y con él también el estético, artístico, espiritual y científico.

DAU y la quincena de partes que la componen —en el D’A se podrán ver Natasha y Degeneration, primera y segunda parte de la saga— son, efectivamente, una creación cinematográfica con la mística del arte elevado y singular y, muy probablemente, una experiencia sensorial tan contundente y radical que resonará mucho tiempo en las mentes de quienes osen entrar.

— Tariq Porter